DSC_0032 chicaEs la primera vez que Dahyana cuenta su verdad para un medio de comunicación. Su palabra -ignorada por casi todxs lxs funcionarixs policiales y judiciales- es fundamental para entender la causa en la que se la juzga por la muerte de su hija Selene. Una secuencia interminable de violencias y múltiples opresiones, y la necesidad impostergable de una justicia con enfoque de género.

Por Cobertura Colaborativa #AbsoluciónParaDahyana

Este lunes comienza en la Cámara 12a del Crimen el juicio por jurados populares contra Dahyana Gorosito y su ex pareja Luis Oroná, ambos acusados por homicidio calificado por la muerte de su bebé en mayo de 2016.

Con 20 años, Dahyana fue obligada por Luis Oroná a parir en un descampado de la localidad de Unquillo (Córdoba), a la intemperie, con frío y sin asistencia. Apenas nacida la beba, Oroná la arrancó de sus brazos y se la llevó, aduciendo que él no era el padre. Selene murió de hipotermia.

Sin ningún tipo de perspectiva de género y desconociendo las múltiples violencias que sufrió a lo largo de su vida, durante su embarazo y su parto, la Justicia acusó a Dahyana de no haber impedido el homicidio de Selene. Por eso debió pasar un año en la cárcel y por eso se expone a una pena máxima de prisión perpetua por un crimen que no cometió.

Dahyana fue víctima durante años de violencia de género por parte de Oroná. Y ahora es víctima de la justicia machista cordobesa que la castiga por no haber tenido un accionar heroico para salvar a su hija, sin tener en cuenta las condiciones en que tuvo que parir, ni el estado puerperal en el que se encontraba, ni la situación de extrema vulnerabilidad en la que vivía aún antes del embarazo.

Como en otros casos, en el de Dahyana se cruzan múltiples opresiones que son el reflejo de situaciones cotidianas que viven muchas de las mujeres de nuestros barrios.

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Una secuencia interminable de violencias

Es una tarde calurosa en Córdoba, y se ve venir la tormenta. En el espacio donde nos encontramos, Dahyana llega y se acomoda, sumándose a la ronda de mates. Comienza a hablar y la reconstrucción es larga. Para encontrar las primeras marcas de la violencia patriarcal en la vida de Dahyana tenemos que remontarnos a su infancia. Los primeros recuerdos que surgen cuando le preguntamos por su niñez, son de cuando tenía ya diez años. Su mamá había sido detenida por un tema relacionado con drogas y su padrastro -el papá de sus hermanxs- también estaba preso por denuncias de violencia. En ese momento, Dahyana no conocía a su papá y recién lo haría mucho tiempo después.

Dahyana recuerda: “Con mi hermano nos fuimos a la casa de la mamá de mi mamá. Yo era chica, habré tenido 9 o 10 años. Como mi hermana era bebé nos separamos y se quedó con la abuela paterna. Ahí no la pasamos tan bien, porque mi mamá era la vergüenza de la familia y a nosotros dos prácticamente nos trataban de huérfanos (…) Yo tuve que hacer de mamá de mi hermano porque era muy pegado, más que todo al padre, pero éste muchas veces estaba preso (…) A veces le pasaba algo, lloraba y yo trataba de ponerlo bien pero no sabía qué tenía. Era chica y me preguntaba si mi mamá iba a volver. Y no”.

Esa etapa se extendió durante alrededor de tres años, durante los cuales estuvieron separados de Micaela, la hermana menor, porque las familias no tenían relación entre sí. Durante el primer tiempo, alternaron su estancia entre la casa de sus tíos en barrio Guiñazú y la casa de la abuela materna en barrio Juan Pablo II. Cuando la mamá de Dahyana recuperó la libertad, permanecieron todavía un tiempo más en la casa de la abuela materna pero la convivencia era insostenible y las discusiones se repetían. “Mi mamá siempre fue vista como la mala de la familia, o sea, las otras hermanas no caían presas y así, como la vergüenza, y nosotros también. Mi abuela tampoco lo quería al padre de mis hermanos, porque sabía que la maltrataba a mi mamá. Ella le advertía y le decía que si ese hombre le pegaba iba a seguir siendo así. Pero ella seguía con él”.

Las dificultades en la convivencia hicieron que la madre de Dahyana decidiera buscar otro lugar donde vivir con sus hijxs. En ese momento, su hermano le ofreció una casa cerca de donde vivía él y se trasladaron. Hasta ese momento, explica Dahyana, “mi mamá iba a visitarla a mi hermana pero no la traía a la casa porque ella ya estaba apegada a la abuela”.

Todo se complicó cuando la mamá de Dahyana le dio la dirección de la casa a Oscar, su padrastro. “El padre de mis hermanos no quiso saber nada de que viviéramos ahí. Una noche nos hizo cagar a mi mamá y a mí, porque yo era como que la tapaba a mi mamá y todas esas cosas, y al otro día hizo que trajeran un camión para que nos lleváramos las cosas y nos fuimos a vivir allá a San Roque, a una casa al lado de donde vivía la abuela de mi hermana”.

Lejos de mejorar, la vida fue aún más difícil para Dahyana: “Nos fuios a vivir ahí y también fue un calvario porque Oscar se emborrachaba o algo y ya la hacía cagar a mi mamá, me hacía cagar a mi, y esas cosas. Él no me quería porque no era hija de él. Cuando éramos más chicos a mi hermano no le pegaba y a mí sí, desde chica no más. Todo volvió a ser como antes de que estuviera presa”.

El relato es complejo cuando Dahyana intenta reconstruir la razón de las repetidas detenciones de Oscar, el padre de sus hermanxs. En ellos se entrelazan las denuncias por violencia contra su pareja, mamá de Dahyana, y la explotación de lxs chicxs. “Cuando éramos más chicos nosotros -recuerda Dahyana-, él nos mandaba a trabajar vendiendo cosas, casa por casa. No me acuerdo bien, pero sé que es ese trabajo porque iba casa por casa, nos mandaba a mí y a mi mamá. Y bueno, mi mamá por ahí iba a hacer una denuncia (…). Entonces le dijeron que si le llegaba una citación lo iban a llevar detenido, que iba a caer la policía ahí no más pero que no se preocupara (…) y bueno, caía la policía y lo llevaban”.

La falta de respuestas

La violencia se repetía y se agravaba por diversas razones, y para Dahyana la vida en su casa de Barrio San Roque se hizo insostenible. Tenía tan sólo 13 años cuando sintió que no podía seguir viviendo de esa manera: “Hubo muchos problemas ahí. Así que una vuelta yo agarré, me fui al colegio y cuando salí me fui. Andaba en la calle. Yo no tenía dónde ir y tampoco contaba con la familia de mi mamá, con nadie, entonces me fui a la casa de una prima de mi mamá. Ella trabajaba de limpieza en la SENAF y me llevó ahí, donde me dieron a elegir: si volvía a la casa o si iba al instituto. Preferí un instituto porque está bien, es medio feo, pero yo creo que en ese momento pensaba que lo más feo era volver y aguantar todo eso, era peor”. En el instituto de la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia permaneció varios meses hasta que volvió a lo de su mamá. “Volví de nuevo con mi mamá porque ‘todo iba a cambiar’, y eso”.

Cuando le preguntamos a Dahyana si había vuelto a la casa porque su mamá la había ido a buscar, pensativa, contestó que no, que la que pidió volver con su mamá y sus hermanxs fue ella, creyendo que las cosas podían ser diferentes. Pero en realidad, nada había cambiado.

La voz de Dahyana es tranquila cuando recorre la espiral de violencia que marcó su vida. Sin embargo, quienes escuchamos no podemos evitar la angustia de imaginar a esa Dahyana, aún niña, sometida a un maltrato que, de tan cotidiano, se había convertido en “natural”. No es menor entender que las reiteradas mudanzas hacían que no pudiera consolidar ninguna relación de amistad, ni permanecer en la escuela. La soledad iba creciendo a medida que los años pasaban y la violencia machista se le iba haciendo carne.

Para Dahyana, los momentos de tranquilidad, cuando se sentía bien, eran cuando no estaba el padre de sus hermanxs en la casa. El miedo que sentía ante él era cada vez más intenso.

La etapa siguiente de la vida familiar ubica a Dahyana en un periplo de refugios de la organización Portal de Belén, a partir de una nueva denuncia de violencia contra su padrastro: “Primero fuimos yo y mi mamá ahí porque el papá de mis hermanos le había pegado mucho, entonces hicimos denuncia todo y nos llevaron ahí. Después la llevaron a mi hermana también. Es como una casa con varias mujeres con niñitos. Después nos fuimos al Portal de Belén que está en Ituzaingó y de allí nos pasaron al Portal que está en Argüello. Así de un lado para el otro siempre íbamos”.

Mientras estaban en el Portal de Belén en Argüello, le ofrecen a la mamá de Dahyana una casa en Villa Allende con la condición de que Oscar, su pareja, no conociera la dirección. Dahyana recuerda que su madre -a diferencia de Oscar, que no trabajaba-, siempre se las rebuscó, limpiando casas, cuidando señoras, en lo que podía. Sin embargo, una vez instaladas, le avisó a su pareja y volvieron a convivir.

En esa casa de Argüello, Dahyana cumplió sus 15 años, en el mes de noviembre. Esa Navidad -recuerda- “el padre le pegó a mi hermana, le quería pegar también a mi mamá entonces fue un problema muy grande (…) y ahí eran como departamentos que toda la gente lo escuchaba, entonces salí y fui a la comisaría que estaba a cuadras de donde estábamos, no era lejos. No me dieron mucha bola porque era la Navidad, y tuve que esperar horas, hasta el otro día que volví. Siempre pasaba lo mismo, cosas así, discusiones, y eso no me gustaba porque yo sí le tengo mucho miedo al padre de mis hermanos. Él venía en pedo y yo ya sabía que algo le iba a hacer a mi mamá”.

Escapar de la violencia para encontrar más violencia

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En ese momento, Dahyana iba al colegio secundario Raúl de Llano en Villa Allende, donde conoció a Bárbara Oroná, prima de Luis Oroná. Dahyana recuerda con claridad el episodio que la decidió a aceptar la invitación de su amiga a irse a su casa. “Una vuelta habíamos salido temprano del colegio con mi hermano, él se había ido a la casa y debe ser que no le gustó mucho al padre. Fue y me buscó en el polideportivo ese que está en Villa Allende. Yo estaba ahí con Barbi, y me insultó diciéndome que vuelva a casa, que me iba a hacer cagar, pero tratándome mal ahí adelante de todos, había chicos de colegio, todos. Cuando se fue, le conté toda esta situación de violencia a Barbi y ella muchas veces me sabía decir que ella vivía sola. Ella me dijo ‘vamos a mi casa hasta que vos puedas hablar con tu mamá y todo eso’, y me fui a la casa de ella, y ahí fue cuando lo conozco a Luis”.

Dahyana empezó a salir con Luis. Nunca más volvería a la casa de su madre. Pensó que en la casa de los Oroná iba a estar a salvo de la persona que más miedo le provocaba, su padrastro. Incluso tuvo que dejar el colegio porque él iba repetidamente a esperarla a la salida. Cuenta que, en un principio, todo le parecía lindo, pero que con el tiempo, fue comprendiendo el funcionamiento de la familia Oroná y las historias cruzadas y complejas, y comenzó a intentar alejarse. La casa era grande, y en ella habitaban muchos miembros de la familia Oroná: primos, hermanos, hermanas, tías y sobrinos.

Ella percibe que el quiebre se dio cuando confrontó a Luis Oroná por un romance. Ahí sufrió el primer hecho de violencia física. Sin embargo la violencia, en otras formas, se había presentado antes, cuando Luis la abandonaba para salir y no volver por muchas horas, justificado por su madre, que le decía a Dahyana “que no le dijera nada porque venía tomado, y esas cosas, sino se enojaba, que bueno, se iba con los amigos pero que no pasaba nada, que lo tenía que dejar pasar”. Ella debía limitarse a cumplir con su rol de mujer: “Limpiar y cocinar a veces, para todos los que vivían en esa gran casa”. En ese interín, cuando Dahyana todavía barajaba la posibilidad de irse de esa casa, es que se entera de su primer embarazo.

La segunda vez que Luis le “levantó la mano” fue cuando ella se negó a viajar a Cabana, a donde una parte de la familia Oroná se había mudado. Su suegra y un hermano de Luis la acorralaron para obligarla a ir, bajo la amenaza de echarla de la casa. “Yo ya no podía volver a mi casa, y si llegaba a caer embarazada, peor. Yo siempre pensaba en el padre de mis hermanos, porque él le iba a hacer problemas a mi mamá. Entonces no, no tuve más alternativa, y fui. Yo rogaba que Luis no tomara mucho porque si tomaba mucho y nos íbamos a la casa ya sabía qué iba a hacer. Era como que me estaba pasando lo mismo que a mi mamá cuando estaba con mi padrastro. Eso me estaba pasando”.

El embarazo de Dahyana no aplacó la violencia que sufría en la casa de los Oroná. Tampoco cambió a Luis como ella deseó, creyendo -como los mitos cuentan- que “ el primer hijo cambia al padre”. Pero para ella, el embarazo sí fue una vuelta en su vida. Cuando nombra a Luisito, sus ojos se llenan de lágrimas. Desde el día en que nació, fue el centro de la vida de Dahyana, ya nada a su alrededor importaba: todo era para él. Es el primer momento en el relato de Dahyana que una puede percibir una expresión de alegría, de algo que se parece a la felicidad.

Tiempo después vino su segundo embarazo y el terrible desenlace. Fue forzada a parir en un descampado, le fue arrebatada su hija y abandonada en el lugar. Durante los días siguientes, Dahyana fue sometida a un peregrinaje mediático por su pareja y su familia política, amenazada y extorsionada por el miedo de no volver a ver a Selene. La joven no supo que la niña había fallecido hasta que la Policía encontró el cuerpo en la casa de la familia de su pareja. El hallazgo se produjo tras cuatro allanamientos en el mismo domicilio, mientras Dahyana permanecía custodiada en el hospital Rawson, con una infección severa dadas las condiciones inhumanas en que fue obligada a dar a luz.

La Justicia acusó a Dahyana de no haber impedido el homicidio de Selene y por eso pasó un año en la cárcel. En mayo de este año, luego de que se instalara socialmente el reclamo, la Cámara de Acusaciones ordenó su libertad y dictaminó que existieron indicios de violencia de género que el Juzgado de Control y la fiscalía pasaron por alto. Gracias a la lucha del movimiento de mujeres y feminista, pudo aguardar el juicio en libertad y ahora espera su absolución definitiva.

Nosotras sólo escuchamos, no podemos creer cómo una joven, tan corta en años, puede haber vivido tanto. Hoy, Dahyana cursa su tercer embarazo, y con su panza de 5 meses relata su vida como si estuviese muy lejos. Porque desde que salió de Bower, ella es otra.

Hoy puede decidir qué hacer con sus días. Alejada de las múltiples violencias -incluso institucionales- a las que fue sometida, participa en las luchas por su absolución y acompaña a otras mujeres en situación de violencia. Para que su vida esté completa, sólo le falta la absolución y su hijo mayor, Luisito, cuya presencia lleva a modo de tatuaje sobre el cuerpo. O quizás, nunca lo esté. En su brazo tiene otro tatuaje: el nombre de su beba, Selene, que la acompañará por el resto de su vida.